08 noviembre 2008

Diego Rivera y Ford. Los murales de Detroit


Diego Rivera es uno de los artistas fundamentales del siglo XX. Por la potencia de su estética, por su compromiso ideológico y político, y porque su propia vida encarna perfectamente un arquetipo de artista muy popular en este siglo, egocéntrico, genial, y con una vida amorosa atormentada en torno a otra artista esencial, Frida Kahlo. Sus murales son la producción más conocida, y en ellos presentaba una poderosa estética de cierto recuerdo al mundo antiguo, pero con imaginería del presente, cánticos a la sociedad tecnificada, dignificación del trabajo manual como una forma de ensalzar al proletariado en un medio que le es ajeno, y en definitiva una elaborada y personal estética cuya influencia se arrastra hasta nuestros días.
Sin embargo, una de sus obras más representativas está vinculada al magnate industrial más importante de su tiempo, Edsel Ford y su planta de automóviles. El hijo de Henry Ford, que dirigió la compañía durante treinta años, fue siempre un gran aficionado al arte. El primer tercio del siglo XX en Estados Unidos es el de los grandes magnates de la industria y el comercio, poderosísimos económicamente y generalmente con un gusto un tanto peculiar pero desmedido por el arte. De estas fortunas surgirán, por ejemplo, la biblioteca Morgan, el museo Metropolitan, la Colección Frick, o la Fundación Paul Getty. Ford también tuvo su pasión por el mundo del arte (del que su padre Henry afirmaba no saber nada). Edsel coleccionó grandes cantidades de obras de arte, principalmente africano, que fueron donadas a su muerte al Detroit Institute of Arts, y su afición por el arte dejó huella en la producción de automóviles durante su dirección. Mientras el fundador Henry Ford apostó siempre por la fiabilidad mecánica como característica principal de sus coches, Edsel comprendió en los años 20 que la estética era esencial en la relación entre el automóvil y el público futuro cliente, de manera que siempre puso el acento en el diseño de los coches frente a la fuerte personalidad de su padre. El interés de Edsel por el arte le llevó a encargarle su propia casa a Albert Kahn, el arquitecto que había construído las plantas de Detroit para Ford, y cuya influencia e inspiración llevó a Agnelli a encargar una fastuosa construcción para su factoría de Turin. Su nombre fue dado algunos años después de su muerte a un extraño y fracasado modelo de Ford, el Edsel, que a día de hoy se ha convertido en un automóvil de culto y que tuvo una azarosa historia, incluida una curiosa campaña de lanzamiento en televisión.
En 1932, Edsel Ford quiso hacer un regalo a la ciudad de Detroit. El Detroit Institute of Art, que existía desde 1885, y había sido el primer museo público estadounidense en adquirir un Van Gogh, tenía un magnífico patio que debía ser decorado. Diego Rivera, que había adquirido ya fama debido a sus magníficos murales en el Ministerio de Educación de Mexico entre 1932 y 1924, y también había pintado en San Francisco dos murales, uno de ellos en el San Francisco Art Institute, recibió el encargo de Ford para un programa alegórico acerca del hombre y la máquina. Un auténtico canto a la modernidad en la época dorada del maquinismo y el sueño del progreso, que tan bien repasaría en clave de humor Chaplin en "Tiempos Modernos", sólo 4 años más tarde. La obra se plasmó en los murales que decoran un patio interior del museo. Los murales de Rivera en Detroit muestran en su particular lenguaje la potencia humana de trabajo combinada con la potencia de la máquina para crear el progreso del que se hablaba. Los hombres se "maquinizan", aparecen a menudo como brazos de una gran pieza metálica que ensambla coches, pero también aparecen a menudo representados como héroes clásicos en medio de aquella batalla productiva. Por los murales desfilan bloques de motores, carrocerías, cadenas de montaje, secciones de tapicería... navegando entre el colorido de algunos ropajes, el rojizo de los hornos y las soldaduras, y un duro gris en torno a las cadenas de montaje. En otro de los laterales, aparecen alusiones a la tierra, y la tradición, como oposición a ese mundo que Rivera consagraba en el resto de las paredes. El mejicano siempre consideró aquella obra como su mejor mural en los Estados Unidos, y a día de hoy los murales siguen siendo una de las piezas estrella del Detroit Institute of Arts.
Rivera inmortalizó en el mismo año al propio Edsel Ford en un retrato que se conserva en el propio DIA. El retrato es un gran ejemplo del dominio de la pintura clásica que Rivera tenía, y muestra a un Edsel Ford en actitud enérgica ante unos instrumentos de dibujo y con el plano de un coche detrás de él. El cuadro pretende ensalzar al retratado como hombre culto y emprendedor, y para ello toma una sintaxis plástica que recuerda a los retratos de Goya. DE esta manera, el Edsel Ford de Rivera se pone en contacto con los Floridablanca, Juan Bautista Cuervo o incluso Jovellanos de Goya, dignificando también al personaje.
En los murales de Detroit queda inmortalizado un abrazo más frecuente de lo que creemos en nuestro tiempo. En aquel patio se cruzan la visión comercial con el amor al arte; la visión plástica de la sociedad moderna que pretendía romper con un pasado oscuro; la industria como promotora del arte tomando el papel de nuevo mecenas; y en definitiva, un discurso acerca del mundo y la vida que, en aquel lugar y en aquel momento, tenía como motor principal al automóvil.
Hoy Detroit agoniza en una crisis que le ha hecho establecerse en niveles de población que no tenía desde los años 50. El desplazamiento del polo industrial del mundo del automóvil hacia Asia parece ya un hecho, y en la ciudad se han incrementado exponencialmente el paro, los deshaucios y los suicidios, y el precio de la vivienda se ha desplomado, mientras los planes de regulación de Ford o GM se cuentan en decenas de miles de despidos. Quizá Ford y Rivera se equivocaron, quizá el mundo moderno no era eterno y fascinante como ellos pensaban. Pero los murales que ambos regalaron a la ciudad sí que perduran, como recuerdo de una época en la que bastaba con creer para conseguir los sueños.

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